Afuera lluvioso, nublado, risas, pláticas y música de fondo.
Adentro tú y yo, como antes, como siempre desde que nos conocimos, cuando tenía 16.
La distancia no nos cambió, lo supe cuando me besaste y te acostaste sobre mí, cuando tus manos tentaron esos altillos corporales que, bien sabes, te esperan todo el tiempo.
La casa de campaña que estrené en una peregrinación religiosa, nos acogió para cogernos y recordarnos que seguimos ahí, a pesar del tiempo.
Nuestra química es difícil de explicar, pero cómo hacerlo si mi boca te hablaba con ese lenguaje fálico, mientras la tuya me respondía labio... a labio...
No es necesario confesar el pecado cuando lo vivimos gustosos, yo como la Lilith que prefiere no sólo estar arriba, sino también darte la espalda, y tú como el poliamoroso que comparte su amor más allá del viejo continente.
Mi corazón probó otro amores y aún así el tuyo permanece, indeleble al parecer, delicioso.
Inevitablemente enardeció el sol al día siguiente y entonces nos descubrió húmedos, sudorosos en cada poro, nuestras caricias nunca se habían deslizado con esa facilidad. Mi cabello largo escurría sudor mientras te engolosinabas con mis caderas que se apretujaban contra tu vientre. Tu cara, la puedo imaginar.
Llegaste de nuevo para dejar tu huella, no me lo dices, pero sé que fantaseas con esa jerarquía tuya sobre otros. Entre los dos no hay estratagemas, debes saber que ya no eres más que ellos, es sólo que realmente disfruto nuestra desobediencia, nuestra libertad.
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